viernes, 19 de junio de 2009

El pequeño harapiento

Todas las tardes, cuando el sol se ponía, el pequeño harapiento se paraba junto a la puerta del gran almacén del pueblo.
La fealdad de su vestimenta contrastaba perfectamente con las paredes blancas y rústicas contra las cuales se apoyaba.
Era delgado, tenía el cabello largo y una mirada de otra edad.
Cada tarde, el pequeño harapiento se quedaba parado al costado de la puerta de madera mirando cómo la gente entraba y salía acompañada por el vaivén de esa misma puerta que parecía decirle que no, que él no podía comprar nada, que era inútil entrar pues no le venderían sin dinero.
Aún así, no faltaba jamás a esa especie de cita con otra vida.
La gente lo conocía, pero la mayoría hacía de cuenta que no, entraban y salían del almacén como si el niño fuera una parte de la construcción. Pocos, muy pocos se detenían a hablar con él y menos, muchos menos, le ofrecían algo de comer.
La pobreza incomoda pensaba el pequeño con la madurez propia de quien no puede darse el lujo de tener infancia.
De todos modos, no sufría demasiado la indiferencia de la gente, no iba al almacén precisamente en busca de sobras y compasión, buscaba algo mucho más grande que una limosna.
Como de otro mundo observaba cada movimiento que se producía en el comercio.
Miraba los cestos de mimbre llenos de frutas secas. No le importaba el ceño fruncido de las nueces, la apariencia ajada de las almendras, ni la dureza de las avellanas. Le parecían finísimas perlas de color oscuro que habían escapado caprichosas de un collar.
El aroma del pan recién horneado era el perfume más exquisito que jamás hubiese olido, no se comparaba con el de ninguna flor, sólo era superado por el de las galletas dulces que también se cocinaban y vendían. Sentir ese aroma era viajar a otro lugar donde nada podría ser malo
El niño miraba cómo el dueño atendía con esmero a cada persona y se detenía en cada movimiento que éste hacía.
Disfrutaba de todo. Amaba ver cómo el azúcar caía como nieve diminuta y brillante en las bolsas de papel madera que cuidadosamente luego el dueño cerraba con dos nuditos que al pequeño le parecían orejitas de ratón.
Y las golosinas…. podía pasar horas mirando los colores y formas de los caramelos dentro de los grandes frasco de vidrios. Caramelos blandos, duros, chupetines, todo a su alcance y todo tan lejos
Era una fiesta mirar esa danza de aromas, texturas, sabores y colores. Una danza que el niño no podía bailar, pero que disfrutaba como espectador.
Quesos, panes, dulces, frutos, verduras, galletas, un universo maravilloso, una bocanada de aire fresco que aspiraba con desesperación tarde a tarde.
Cuando cada día el sol cedía paso a la luna, el niño emprendía el largo camino a su casa. Caminaba más de una hora, pero no le importaba.
Cierto era que el camino de ida le parecía más corto. La ansiedad de llegar hacía que no notara la distancia, pero el regreso… el regreso era diferente.
Por un lado, volvía casi ebrio de aromas y sensaciones, con el alma satisfecha, no así el hambre. Por el otro le resultaba doloroso pensar en el contraste de su realidad con aquella que dejaba tras el vaivén de la puerta de madera.
Todos los días, el niño regresaba por la nochecita a su hogar. Lo recibía una vivienda humilde, una familia pobre y casi siempre, el mismo plato de comida.
En su hogar no había aroma a pan ni a galletas, tampoco quesos, ni dulces. La cocina de su humilde vivienda no conocía cómo danzaban las verduras y las frutas, ni cómo coqueteaba el chocolate con el café, mucho menos el espectáculo maravilloso que representaban los caramelos y chupetines.
Cada tarde, el niño imaginaba que otra vida podía haber para él. Tal vez algún día, quizás en el futuro traspasara la puerta de madera y entrara a otra vida en la cual pudiera saborear una realidad más dulce, picante o salada y con aroma de café y pan recién horneado.

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