jueves, 10 de septiembre de 2009

Si así le ardió la entrada, imagínese cuando salga

En una ocasión, después de degustar algunas bebidas en casa de mi amigo Rick y, me refiero a bebidas como malteadas, aguas frescas, licuados de tuna y de piñón, por supuesto; decidimos ir a echarnos unos tacos de suadero muy cerca de su hogar. Lo característico de esa taquería, que no es más que el zaguán de una casa con mesas, son los distintos sabores de sus salsas: piña, mango, coco, nuez, kiwi, chocolate, frijol, además de las clásicas verde y roja. Cabe decir que todas las salsas tienen su nombre en la bandejita, menos una que, recuerdo, tenía un color anaranjado bastante apetitoso.
Rick, que ya había ido con anterioridad a la taquería y había probado varias de las salsas, me fue diciendo cuáles eran las menos picantes y, también cuáles las más. Probé las de kiwi, mango, frijol y piña, siendo esta última la que más me gustó. Estaba a punto de ponerle a uno de mis tacos la salsa del color anaranjado apetitoso, cuando Rick me dijo que no lo hiciera y que sólo me acercara a olerla. Al olfatearla, de inmediato sentí un ardor en la nariz, garganta y ojos; me alejé de inmediato y tosí, causando la risa de Rick y del taquero que orgulloso de su salsa, picaba cilantro.
Casi terminando de comer, se estacionó una patrulla enfrente del establecimiento y salieron dos policías, el copiloto con su uniforme completo y el otro, el que manejaba y parecía ser el de mayor rango, sin su gorra. Cada uno pidió cinco tacos de suadero y el que traía la gorra puesta, le preguntó al otro que si estaban muy picosas las salsas, teniendo como respuesta un “pus pruébelas pareja o no jefe”, dirigiéndose al taquero que con una amplia sonrisa asentía mientras picaba, ahora cebolla.
“A poco sí muy bravas”, el hambriento oficial preparó sus tacos con distintas salsas y recuerdo como se saboreó cuando le ponía a un par de ellos la salsa de color anaranjado apetitoso que de inmediato empezó a comerse a grandes bocados. Por ahí del cuarto o quinto bocado, el policía comenzaba a hacer los clásicos sollozos de enchilado y con palabras entrecortadas, le pidió al taquero, aún sonriente, un Boing de guayaba, el cual se tomó de un solo trago. Al ver que el refresco no le había servido, chupó un par de limones que más que neutralizarle, lo empeoraron al escaldarle la lengua, así que dejó el plato y caminó de un lado a otro mientras inhalaba y exhalaba aire.
No faltaron las frases de burla de su compañero: “¿A poco se enchiló pareja?”, “¿Qué, no se va a terminar su tacos?”, “A ver cuándo le vuelvo a invitar eh pareja”. El policía enchilado sólo hacia ademanes, mientras se abanicaba con su mano y respiraba a manera de chiflidito. Al acercarse hacia nosotros pude ver que el ojo izquierdo comenzaba a cerrársele, como si lo hubieran golpeado; pidió otro Boing pero ahora de mango, provocando la risotada del otro oficial, del taquero y de paso las nuestras que ya no podíamos contener.
Resignado, enchilado y con el orgullo en el piso, el policía fue a sentarse a la patrulla y prendió un cigarro, supongo que para contrarrestar el picor en su lengua; mientras su compañero terminaba su orden, la cual pude ver que sólo les había puesto poca salsa verde que, según recuerdo, era la menos picosa. El policía pagó las dos órdenes, no sin antes decir unos cuantos chistes de la mal pasada de su acompañante hacia nosotros y el taquero alegre. Cuando arrancaron la patrulla, todavía se alcanzó a escuchar “Ora sí se pasó che pareja…” y se alejaron.
Después de pagar nuestra cena, le pregunté al taquero sonriente que de qué estaba hecha la dichosa salsa de color anaranjado apetitoso y me dijo que la elaboraba como con 6 chiles habaneros, algunos chiles de árbol, ajo y otras especias. “Si así le ardió la entrada, imagínese cuando salga” exclamó el taquero, orgulloso de su salsa. Por cierto, la taquería está en la calle de Alfonso Cano en la colonia Alfonso XIII, casi esquina con avenida Del Rosal.

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